CONOCE "EL SECRETO DEL ÁRBOL"




El Secreto del Árbol cambia de portada y de editorial. 
La nueva edición ha sido realizada por Editorial Circulo Rojo.

¡Espero que os guste tanto como a mí!

En el siguiente enlace podéis acceder a la página de la editorial y obtener más información.

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 Un fabuloso misterio que resolver, un viaje lleno de peligros y, por encima de todo, una gran amistad.



(Portada 1ª Edición)













AQUÍ PUEDES LEER EL:


CAPITULO 1


INVESTIGUEMOS UN POCO



Al gato Churrete nunca le habían gustado las alturas; sin embargo, aquella tarde estaba subido en la rama de un árbol a más de diez metros del suelo. A punto estaba de caerse del susto cuando se preguntó: ¿Cómo me ha convencido Pelusa para que me suba aquí? ¿Será que soy tonto?

Pero el pobre gato no tuvo tiempo de responderse a sí mismo, porque de un oscuro agujero que había en el tronco del árbol surgió un ronquido siniestro que le heló el corazón. Eso ya era más miedo del que Churrete podía soportar y, como solía ocurrirle cuando estaba asustado, sus tripas se aflojaron sin remedio: de su trasero salió una bomba fétida que cayó a plomo y se despanzurró en el suelo.
Por entonces, el minino no podía imaginarse en que lío le iban a meter aquel maldito agujero, quien vivía en él y, sobre todo, su amiga Pelusa.
Todo había empezado ese mismo día a la hora de la siesta. Era verano y el tiempo en la granja donde Pelusa y él vivían con sus familias pasaba más lento que un caracol escalando una montaña. Como todas las tardes de mucho calor, los mayores, que casi siempre suelen planearlo todo, habían decidido que lo razonable era tumbarse a la sombra y descansar.
Normalmente, ellos, los gatos de la granja, dormían en el pajar, pero de día era imposible descansar allí porque se calentaba más que el infierno. Y la sombra escaseaba fuera. En ese momento, la única que había por los alrededores era la que la casa de los humanos proyectaba en el suelo del patio de atrás. Por eso, sobre ella, pegados a la pared, se desparramaban todas las tardes un montón de gatos somnolientos de todos los tamaños y colores. Vistos de lejos parecían focas enanas en un islote gris, rodeadas por un ardiente mar de sol que, en vez de mojar, achicharraba.
—Dormir la siesta... ¡Menudo rollazo! —protestó Pelusa por lo bajo, echada al lado de Churrete.
—Sí, pero es lo razonable —contesto él.
—¿Razonable…? —preguntó ella con cara de asco— ¿Acaso sabes tú qué es eso?
—No, pero si lo dice mi madre… debe ser bueno.
—Sí, buenísimo y… ¡aburridísimo!
Después de la buena comida que se había zampado y con tanto bochorno, Churrete habría sido capaz de dormir con gusto toda la tarde. Solo habría necesitado que Pelusa se callara. Y es que la gatita era muchas cosas, pero desde luego no era nada razonable, fuese lo que fuese aquello. Así que, mientras las cigarras lanzaban su canto adormecedor y los rayos del sol seguían abrasando los campos que rodeaban a la solitaria granja, Pelusa preparó un plan alternativo a la siesta con el que tostó el cerebro de Churrete sin piedad.
El asunto no era otro que ir a cazar ranas al arroyo.
La gata dio tanto la lata, que Churrete, con los pelos de punta, finalmente aceptó acompañarla, aunque solo fuese por no seguir escuchándola.
Con la excusa de que era mejor no pedir permiso para no despertar a sus padres, los dos jóvenes gatos se arrastraron como comadrejas hasta escabullirse tras la esquina de la casa. Fuera ya del campo de visión de los mayores, escaparon al galope.
Con el cosquilleo de la aventura paseándose por sus lomos, pasaron frente a la puerta de los amos, los gallineros y las pocilgas, y atravesaron bajo el sol el patio principal hasta llegar a la gran verja de salida, que en esos momentos se encontraba abierta de par en par. Ninguna criatura, animal o humana, se fijó en ellos. Ninguna menos Puma, el enorme perro guardián, que, acostado dentro de su caseta, levantó la cabeza con pereza al verlos salir, y que no creyó necesario esforzarse en ladrar a dos renacuajos insignificantes que alborotaban un poco.

El tranquilo arroyo serpenteaba cerca de la granja, cruzando el paisaje entre un pasillo de álamos blancos que custodiaban como soldados su escasa y valiosa agua. Cuando Churrete y Pelusa llegaron a la orilla, se escondieron detrás de un macizo de juncos. Desde allí podían acechar sin ser descubiertos a las ranas que se estuviesen soleando.
Pelusa asomó la cabeza con mucho cuidado.
—Churrete, ahí tienes una —susurró, señalando una piedra que asomaba en medio del agua.
—Sí, la veo; ésta no se escapa —contestó él, dándose importancia, mientras se preparaba para el ataque.
Churrete, tras hacer sus cálculos, dio un salto tan espectacular como inútil, pues la rana, al ver al gato volar, tuvo tiempo sobrado de tirarse al agua y perderse en el fondo del arroyo dejando tras de sí una nube de fango.
Churrete cayó sobre la piedra mojada y resbaló por ella como un niño por un tobogán, yendo a parar de cabeza al río, que, afortunadamente, en esa época no cubría más de un palmo.
 —¡Ja, Ja! ¡Mira cómo te has puesto!—se burló Pelusa.
 —No tiene ninguna gracia…
 —Para ti no porque no puedes verte, pero pareces una rata en un caño sucio.
 —Eres una imbécil —gruñó él cada vez más enfadado.
 —Y tú un torpe… ¡Torpe, torpe! —canturreó la gata.
 —¡Cállate!
 —No atraparías ni una rana disecada… ¡Torpe!
 Churrete notó que las entrañas le ardían de rabia: ¡Aquella humillación pedía venganza!  Más rápido que entró, salió del agua, para hacer callar a su insoportable amiga. Ella dio un brinco y huyó al galope. Él la persiguió con tesón. Primero por encima de un tronco caído que cruzaba el arroyo y servía de puente, y luego a través de un campo de rastrojos, afilados como las lanzas y que a cada salto le pinchaban la barriga.


Mientras la perseguía, Churrete se preguntaba por qué eran tan amigos si no tenían nada en común: ‹‹Ella es alta y elegante; yo bajito y regordete. Ella es una bonita gata de tres colores; yo un vulgar gato blanco con un churrete negro en la mejilla. Ella es valiente y yo un gallina. Ella es guapa, y la cinta verde que la niña de la granja le puso en el cuello le da un toque especial; yo soy torpe y aburrido››. Churrete no encontraba una explicación. Quizá fuera que solo él era capaz de aguantar los continuos caprichos y malos modos de Pelusa. Y quizá fuera también que con ella siempre pasaban cosas interesantes. El caso es que de una forma u otra siempre acababan juntos y, a fuerza de aguantarse, se ve que se habían cogido cariño.
Churrete, admirando los saltos de gacela que daba Pelusa, supo que nunca la pillaría. ‹‹Y si la pillo me va a dar una buena paliza››, pensó. Además, estaba ya tan cansado de correr que se le había pasado el enfado y creyó que lo mejor sería buscar una retirada airosa.
Se detuvo y gritó con la voz quebrada por la falta de aliento:
—¡Oye, Pelu, para ya! ¡Te perdono!
—¡Oh, gracias, gracias…, estaba aterrorizada! —contestó ella, volviéndose con ganas de guasa.
Pero Churrete no la escuchó. No por que ella estuviese demasiado lejos, ni tampoco porque él estuviese exhausto. Era algo mucho más grave que todo eso. Era algo que lo había dejado petrificado como si fuese un gato de porcelana.
—¿Qué te pasa?, cualquiera diría que estás viendo un fantasma —bromeó ella.
—¿Te has dado cuenta de dónde estamos? —acertó a decir él, mirando con repelús por encima de su amiga.
—Perfectamente —contestó ella sin necesidad de volverse.
Su alocada carrera los había llevado a las cercanías del bosque.
Tras una zona de piedras y maleza reseca se alzaban los primeros árboles. La vista de Churrete se perdía en la oscuridad, hundida entre hileras sin fin de troncos de alcornoque. Su abuela Benita aseguraba que aquel tenebroso bosque era tan grande que nadie sabía donde terminaba. Se acordó entonces con terror de las historias horribles que contaba la anciana, de gatos curiosos y atrevidos que quisieron explorarlo y se extraviaron en él para siempre, y de sus espíritus, que vagaban allí eternamente esperando a que alguien los rescatara. Churrete había pasado muchas noches sin dormir por culpa de ese bosque sin haber estado nunca en él. Todos lo llamaban “El Bosque de los Perdidos”.
—Estamos muy lejos de la granja; como se enteren nuestros padres nos la vamos a cargar —advirtió a su amiga.
—¡Oh, vamos! Todavía es temprano. Investiguemos un poco; este lugar parece interesante.
—¿Te has vuelto loca?
—¿Acaso te da miedo? —preguntó Pelusa con malicia, pues conocía tan bien a Churrete, que ya sabía la respuesta.
—¿Miedo? Yo no tengo miedo de nada..., pero sabes que no nos dejan entrar ahí.
—Gallina.
—Pelu, no empieces otra vez —protestó él con mucha paciencia.
—Ratita cobarde.
—Peeeeluuuu… Y entonces ella tarareo las palabras mágicas:
—¡Churrete cagoncete!
Churrete no soportaba que lo llamaran así y, como solía hacer, cayó en la trampa:
—¡Está bien; nos asomamos un poco y nos volvemos! —antes de terminar la frase, ya estaba arrepentido de haberla dicho, pero sabía que su orgullo ya no le permitiría dar marcha atrás.
—Siempre avanzaremos en línea recta —decidió la gata—; para regresar, solo tendremos que dar media vuelta y caminar; así es imposible perderse.
Con Pelusa delante, se internaron en la arboleda, sorteando árboles grandiosos para seguir la imaginaria línea recta. El sol de media tarde se filtraba entre las ramas y daba un brillo muerto a las hojas caídas que cubrían el suelo. Cientos de insectos revoloteaban sin prisa, zumbando de aquí para allá entre pelusillas de polen que flotaban en el aire.
Fascinada con el sabor de lo desconocido, Pelusa avanzaba con decisión. Sin embargo, las piernas de Churrete se aflojaban por momentos. El bosque se iba espesando y oscureciendo y cada vez les resultaba más difícil seguir derechos. Aun así, siguieron adelante, hasta que a lo lejos vislumbraron una zona extrañamente iluminada y se detuvieron.
Con sigilo, atraídos como polillas por la luz y con la curiosidad propia de cualquier gato, reanudaron la marcha. Pronto llegaron a un claro del bosque. En medio de él descubrieron un árbol, concretamente un alcornoque, pero aquel no era como los muchos que habían ido dejando atrás por el camino, el tronco de éste era gigantesco, el más grande que habían visto en su vida, tanto que Churrete, boquiabierto, calculó que ni treinta gatos adultos en fila india podrían rodearlo. Aquel árbol era raro. No tenía hojas como sus compañeros y su corteza estaba seca y resquebrajada. Parecía estar muerto y, sin embargo, había algo extraño en él que decía que no era así.
Era la desnudez completa del árbol lo que formaba la zona iluminada. La luz del sol llegaba hasta sus peladas ramas, adornándolas con una belleza inquietante. Alrededor del tronco la calma era absoluta, tensa, casi insoportable. Allí no se escuchaba el aleteo de los bichos, ni el susurro de las ramas mecidas por el viento. Nada.
A Churrete aquello no le hizo ninguna gracia. Nunca había escuchado un silencio tan estremecedor. Un silencio que ponía los pelos de punta.
—Pelu, dijimos un poquito; volvamos ya —suplicó con un hilillo de voz.
Pero algo había llamado la atención de Pelusa y ella no le hizo ningún caso:
—¡Mira allí arriba! ¡Hay un agujero en el tronco! —exclamó, y su voz resonó igual que un altavoz.
Churrete dio un respingo, como si esperase algún castigo divino por hacer tanto ruido.
—Calla… ¿Estás loca? —protestó, sujetando la voz— ¿No pensarás subir ahí arriba, verdad?
—Solo quiero echar un vistazo. ¿Quién sabe lo que podemos encontrar dentro?
—Sí, quien sabe…, pero no seré yo quien lo averigüe —contestó él, dando media vuelta dispuesto a marcharse.
—Vete, cobarde; subiré yo sola.
Churrete tenía tanto miedo que ya le importaba un pimiento que Pelusa le llamase cobarde, cagoncete o lo que le diera la gana. El problema es que no sabía qué le aterraba más, si subir al árbol o regresar solo atravesando el bosque.
Hizo otro intento para convencer a su amiga:
—Hasta un gato se puede matar si se cae desde ahí —le explicó.
—No te preocupes, me agarraré fuerte —contestó ella, comenzando a trepar por el viejo tronco.
—¡Gata chiflada! —masculló Churrete. Y después la siguió.
Poco antes de llegar a la rama frente a la que se abría el agujero, Churrete se detuvo y miró abajo: sintió que el suelo se movía y que todo empezaba a girar. A punto estaba de caer, cuando Pelusa notó que él se estaba mareando. Ella reaccionó rápido y retrocedió hasta ponerse a su altura. Llegó justo a tiempo para darle un manotazo y apartarle la vista del suelo.
—¡No mires abajo! —le ordenó—; ya falta muy poco.
Por fin, con Pelusa detrás empujándole el culo con la cabeza, Churrete pudo alcanzar la dichosa rama, a la que se abrazó como si le debiese la vida. Luego tuvo la precaución de arrastrarse por ella para alejarse lo más posible del siniestro hueco.
—Bien, listilla, y ahora… ¿qué hacemos aquí? —susurró, mientras aguantaba un primer retortijón.
—Tú, espera; voy a asomarme a ver si veo algo interesante.
—¡Olvídate! Podría haber un monstruo, o el fantasma de un perdido.
—¡Vamos! Sabes que los fantasmas no existen... Y los perdidos son solo cuentos de la vieja Benita para asustar a los gatitos que se portan mal… ¿A qué huele?... Oye, qué peste, no te habrás tirado un pedo…
—Yo no estaría tan seguro…
—¿De qué? ¿De que no te lo has tirado?
—No, tonta, de que los fantasmas y los perdidos no existen.
Pero Pelusa volvió a no hacer caso. Sigilosamente se acercó al agujero, se puso de puntillas sobre sus patas traseras y apoyó las delanteras en el borde del oscuro hueco. Muy despacio, fue metiendo la cabeza dentro. Sus pupilas se dilataron para intentar ver algo en la oscuridad, y sus orejas estaban tiesas y alerta como un radar para captar cualquier ruido que viniera del interior.
—¿Qué ves? —preguntó bajito el gato, apretando el trasero.
—Todavía nada. Pero, espera…, creo que oigo algo  —dijo ella bajando la voz.
—¿Qué…?
—Parece que alguien ronca ahí dentro.
Pelusa esperaba y Churrete temblaba. Hasta que de repente el ronquido estalló como un trueno. Sorprendida, la gata sacó la cabeza. Afuera también oyó ruido: era el canto horrible del trasero de Churrete; había comenzado el bombardeo apestoso.
Aliviado por fin por una punta, pero aterrado por la otra, el gato lloriqueó:
—¡Lo ves, te lo dije! Nadie bueno puede vivir en semejante lugar…
Pelusa alucinaba con Churrete, pero no dijo nada. Aguantó el tipo y volvió a meter la cabeza en el tronco. Esta vez sí vio algo: dos lucecillas inmóviles en la profunda oscuridad del agujero. Al principio no supo qué eran, pero no tardó en averiguarlo. Se trataba del brillo de dos ojos enormes que la observaban sin parpadear.
Pelusa se quedo inmóvil. Quería ver la cara del propietario de aquella mirada tan enigmática, pero no lo conseguía. Sin embargo, sí que escuchó su potente voz.
—¡UY, UY, UY! ¿Quién anda ahí?
Pelusa dio un salto hacia atrás y soltó un bufido con los pelos erizados.
Churrete, que no se la esperaba, a punto estuvo de caerse del árbol. Los dos corrieron despavoridos hacia donde la rama se dividía en otras más pequeñas, doblándolas peligrosamente con su peso.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Churrete con voz temblona.
—No lo sé; esperemos a ver qué pasa —contestó ella, intentando parecer tranquila—. No podemos saltar desde aquí; está demasiado alto.
Del interior del tronco brotó otra vez la extraña voz: ¡UY, UY, UY!
—¿Quién eres? —gritó Pelusa desafiante.
La voz tardó unos segundos en responder.
—¡Soy Uyuyuy! —exclamó con fuerza.
—¿Uyuyuy? Y... ¿quién eres?
—Soy el príncipe de la noche.
—¿Animal, hombre o…fantasma?
—Mochuelo.
—¿Qué?
—¡Qué soy un mochuelo! —contestó la voz con impaciencia.
—¿Un…qué?  —volvió a preguntar Pelusa, que no tenía ni idea de lo que era un mochuelo.
—¡Un búho! ¡Y no me gusta salir de día!
Al terminar de decir aquello, el dueño de la voz apareció y se posó en el borde del agujero con sus enormes ojos entornados.
Mientras Churrete se escondía detrás de su amiga, Pelusa miró de arriba abajo al extraño pájaro que tenía delante, estudiándolo con detenimiento.
—No es verdad —dictaminó un instante después—; mi madre me enseñó que los búhos son grandes como un águila y muy peligrosos, y que, además, tienen unos largos penachos de plumas en la cabeza que parecen orejas. Tú no pareces peligroso… ¡y tampoco tienes orejas!
—Bueno, bueno, sabelotodo —dijo el mochuelo, incómodo—, digamos que soy un pariente cercano del gran búho, algo así como su primo pequeño.
Fuera del tronco, sin la resonancia del hueco, la voz del pájaro había perdido toda su fuerza; ahora resultaba chillona, casi ridícula.
—¿Y vives aquí, en este agujero? —quiso saber ella.
—Haces demasiadas preguntas, ¿no te parece? —refunfuñó Uyuyuy— Y ése que se esconde ¿quién es? —preguntó, señalando a Churrete, que seguía detrás de Pelusa.
—Éste es mi buen amigo, Churrete el ca… el campeón. —bromeó la gata.
Churrete asomó tímidamente la cabeza por detrás de Pelusa y con un gesto casi imperceptible saludó al pájaro levantando una pata. Luego volvió esconderse. 
    —¿Campeón? ¿De qué?                                  
—De lanzamiento de bombas fétidas; acaba de batir el record mundial.
Uyuyuy no entendió nada, pero como no quería dar confianza a los intrusos, no volvió a preguntar y cortó diciendo:
—¡Bueno, bueno, basta ya de cháchara! Me habéis despertado y me estáis molestando en mi propia casa con vuestra maldita curiosidad gatuna. Marchaos de una vez, que tengo mucho que dormir.
—Espera un momento. Antes de irme, quiero ver qué hay dentro del agujero —exigió Pelusa con descaro.
—¿Cómo? ¿Pero tú qué te has creído? ¡Éste es mi hogar! ¡Y en él no hay nada que pueda interesar a una gata entrometida! ¡Largaos ahora mismo de aquí si no queréis que os eche  a picotazos! —vociferó el pájaro, abriendo las alas para parecer más grande—. No sabes con quién estás hablando —continuó— Yo soy el guardián de... —justo en ese momento, Uyuyuy se dio cuenta de que, con el calentón, acababa de meter la pata.
 —¿El guardián de qué? —inquirió Pelusa con malicia.
 —¡De nada! ¡Fuera de una vez!
Pero Pelusa no quería parar. No ahora que se olía un misterio.
 —No tan rápido, buhito; creo que ocultas algo.
   —Ya…ya nos vamos, señor Uyuyuy —intervino Churrete, queriendo calmar al iracundo pájaro—. Pelu, déjalo ya: Tengo mucha hambre, y si llegamos tarde a la granja mis hermanos se beberán mi leche. Vayámonos de una vez, por favor, y dejemos a este amable búho descansar —después dio un empujoncito a la gata intentando hacerla bajar del árbol.
 —¡Acabas de quedarte vacío y ya estás pensando otra vez en comer! —gruñó ella.
 —No seas cabezota. El señor Uyuyuy tiene razón; nadie tiene derecho a entrar en su casa sin su permiso.
De mala gana, Pelusa cedió, pero solo porque sabía que aquello no iba a terminar allí.
 —Está bien, volvamos a casa… Pero no creas que te tengo miedo, señor buhíto —soltó con chulería—; yo no tengo miedo de nadie, recuérdalo bien.
A continuación, Pelusa se dispuso a bajar del árbol, no sin antes dedicarle al mochuelo una mirada larga y desafiante. Éste esperó a que los gatos llegaran abajo y, antes de entrar a su guarida, les gritó:
 —¡Y os lo advierto, si volvéis por aquí os arrepentiréis!

Con paso apresurado porque era tarde, los dos amigos reemprendieron el regreso a la granja. Esta vez era Churrete el que iba delante, pues el pobre no veía el momento de escapar de aquel espantoso lugar. Afortunadamente, el plan de línea recta y media vuelta de Pelusa funcionó y no tuvieron problemas para salir del bosque.
Los últimos rayos de sol pintaban de morado el horizonte cuando llegaron a las puertas de la granja. Antes de entrar, Pelusa retuvo a Churrete y le dijo:
—Prométeme que, pase lo que pase, no contarás a nadie el secreto del árbol.
—¿Qué secreto? ¡No hay ningún secreto! ¡Solo es la casa de un pajarraco histérico, tan histérico como tú! —contestó él muy enfadado.
—De todas formas, quiero que me lo prometas.
—Pelusa la Ilusa siempre está viendo misterios y aventuras donde no los hay —se burló él.
—Prométemelo.
—¡Está bien, pesada…, te lo prometo, pero solo para que me dejes en paz!

En la puerta del pajar, los padres de los dos gatos esperaban su regreso con cara de vinagre. Al verlos desde lejos, Pelusa se dio cuenta de la regañina que se avecinaba. Había que inventarse un buen rollo para evitarla: ‹‹Churrete y yo fuimos a beber mientras dormíais —les explicó al llegar—, cuando una vaca enloquecida saltó la valla del corral. Soltaba espuma por la boca y mugía como un demonio. Salimos corriendo, pero ella no se rendía. Estuvo toda la tarde persiguiéndonos, hasta que por fin la despistamos al otro lado del arroyo, luego…, luego…››.
Al ver el gesto de fastidio que todos tenían, incluido Churrete, Pelusa intuyó que su fantástica historia no estaba colando. Entonces supo que era mejor callarse para no empeorar las cosas.
Ya dentro del pajar, tras una gran reprimenda y un severo sermón, sus padres les amenazaron con castigarles si volvían a escaparse. La abuela Benita, que siempre estaba presente en estos casos para dar su opinión, se lamentó por lo blandos que eran con ellos: ‹‹Si yo fuera su madre, les pondría el culo como un tomate, así aprenderían››, refunfuñó.
Pelusa y Churrete cenaron deprisa y en silencio y se fueron a la cama sin rechistar. Sus hermanos y sus primos dormían placidamente desde hacía rato, cada uno en su confortable paca de paja, y ninguno se había enterado de la bronca.  
En el pajar había veinte hileras de pacas, y la más alta casi llegaba al techo. Formaban escalones que recordaban a las gradas de un estadio de fútbol. Los gatos las usaban como colchón, pero en realidad no era esa su función, servían como comida para el ganado cuando no había suficiente hierba en los campos. Eso provocaba que los mininos tuviesen que cambiar de cama a menudo, según el granjero sacara o almacenara paja. Cada vez que eso ocurría, se montaba la fiesta. Todos los gatos jóvenes, catorce sin contar los bebés que aún dormían con sus madres, jugaban a quedarse con los sitios más altos. Además, los movimientos de las pacas dejaban al descubierto a multitud de ratoncillos que atrapar. Había que andar listo si querías coger un ratón y también una buena cama.
Aunque a simple vista no lo pareciese, los gatos habían establecido normas para elegir sus sitios: el primero que llegaba a una paca y la impregnaba con su olor era su dueño indiscutible; la segunda norma decía que solo podía haber un gato en cada fila, por muy larga que ésta fuera. El que conseguía la fila más alta, era considerado casi como un rey o una reina.
Sí señor, dormir todos juntos en el pajar era muy divertido, sobre todo en verano, cuando los mayores se acostaban fuera por el calor y dentro se formaba la guerra.

Esa noche, Pelusa, como casi siempre, ocupaba la fila veinte. Churrete, sin embargo, nunca había pasado de la diez, y en el último cambio se había quedado en la ocho. El gato, agotado por la visita al bosque, con la barriga llena tras zamparse dos ratones que le cazó su padre y después de haber vaciado de leche la tetilla de su mamá, se acomodó en su paja y se durmió al instante. Por el contrario, Pelusa tardó mucho en conciliar el sueño: no podía dejar de pensar en el hueco que tan celosamente protegía su guardián. Sabía que el pájaro le ocultaba algo. Y ella estaba dispuesta a averiguar qué era.
    

 go y ella estaba decidida a averiguar que era.

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