El Secreto del Árbol cambia de portada y de editorial.
La nueva edición ha sido realizada por Editorial Circulo Rojo.
¡Espero que os guste tanto como a mí!
En el siguiente enlace podéis acceder a la página de la editorial y obtener más información.
Un fabuloso misterio que resolver, un viaje lleno de peligros y, por encima de todo, una gran amistad.
(Portada 1ª Edición)
AQUÍ PUEDES LEER EL:
CAPITULO 1
INVESTIGUEMOS
UN POCO
Al gato Churrete nunca le habían gustado
las alturas; sin embargo, aquella tarde estaba subido en la rama de un árbol a más
de diez metros del suelo. A punto estaba de caerse del susto cuando se
preguntó: ¿Cómo me ha convencido Pelusa para que me suba aquí? ¿Será que soy tonto?
Pero el pobre gato no tuvo tiempo de
responderse a sí mismo, porque de un oscuro agujero que había en el tronco del
árbol surgió un ronquido siniestro que le heló el corazón. Eso ya era más miedo
del que Churrete podía soportar y, como solía ocurrirle cuando estaba asustado,
sus tripas se aflojaron sin remedio: de su trasero salió una bomba fétida que cayó
a plomo y se despanzurró en el suelo.
Por
entonces, el minino no podía imaginarse en que lío le iban a meter aquel
maldito agujero, quien vivía en él y, sobre todo, su amiga Pelusa.
Todo había empezado ese mismo día a la hora
de la siesta. Era verano y el tiempo en la granja donde Pelusa y él vivían con
sus familias pasaba más lento que un caracol escalando una montaña. Como todas
las tardes de mucho calor, los mayores, que casi siempre suelen planearlo todo,
habían decidido que lo razonable era tumbarse a la sombra y descansar.
Normalmente,
ellos, los gatos de la granja, dormían en el pajar, pero de día era imposible descansar
allí porque se calentaba más que el infierno. Y la sombra escaseaba fuera. En
ese momento, la única que había por los alrededores era la que la casa de los
humanos proyectaba en el suelo del patio de atrás. Por eso, sobre ella, pegados
a la pared, se desparramaban todas las tardes un montón de gatos somnolientos de
todos los tamaños y colores. Vistos de lejos parecían focas enanas en un islote
gris, rodeadas por un ardiente mar de sol que, en vez de mojar, achicharraba.
—Dormir la siesta... ¡Menudo rollazo! —protestó
Pelusa por lo bajo, echada al lado de Churrete.
—Sí,
pero es lo razonable —contesto él.
—¿Razonable…? —preguntó ella con cara de asco— ¿Acaso
sabes tú qué es eso?
—No, pero
si lo dice mi madre… debe ser bueno.
—Sí,
buenísimo y… ¡aburridísimo!
Después
de la buena comida que se había zampado y con tanto bochorno, Churrete habría
sido capaz de dormir con gusto toda la tarde. Solo habría necesitado que Pelusa
se callara. Y es que la gatita era muchas cosas, pero desde luego no era nada razonable,
fuese lo que fuese aquello. Así que, mientras las cigarras lanzaban su canto adormecedor
y los rayos del sol seguían abrasando los campos que rodeaban a la solitaria
granja, Pelusa preparó un plan alternativo a la siesta con el que tostó el
cerebro de Churrete sin piedad.
El
asunto no era otro que ir a cazar ranas al arroyo.
La gata
dio tanto la lata, que Churrete, con los pelos de punta, finalmente aceptó
acompañarla, aunque solo fuese por no seguir escuchándola.
Con la
excusa de que era mejor no pedir permiso para no despertar a sus padres, los
dos jóvenes gatos se arrastraron como comadrejas hasta escabullirse tras la
esquina de la casa. Fuera ya del campo de visión de los mayores, escaparon al
galope.
Con el
cosquilleo de la aventura paseándose por sus lomos, pasaron frente a la puerta de
los amos, los gallineros y las pocilgas, y atravesaron bajo el sol el patio
principal hasta llegar a la gran verja de salida, que en esos momentos se
encontraba abierta de par en par. Ninguna criatura, animal o humana, se fijó en
ellos. Ninguna menos Puma, el enorme perro guardián, que, acostado dentro de su
caseta, levantó la cabeza con pereza al verlos salir, y que no creyó necesario
esforzarse en ladrar a dos renacuajos insignificantes que alborotaban un poco.
El tranquilo
arroyo serpenteaba cerca de la granja, cruzando el paisaje entre un pasillo de
álamos blancos que custodiaban como soldados su escasa y valiosa agua. Cuando Churrete
y Pelusa llegaron a la orilla, se escondieron detrás de un macizo de juncos. Desde
allí podían acechar sin ser descubiertos a las ranas que se estuviesen
soleando.
Pelusa
asomó la cabeza con mucho cuidado.
—Churrete,
ahí tienes una —susurró, señalando una piedra que asomaba en medio del agua.
—Sí, la
veo; ésta no se escapa —contestó él, dándose importancia, mientras se preparaba
para el ataque.
Churrete,
tras hacer sus cálculos, dio un salto tan espectacular como inútil, pues la rana,
al ver al gato volar, tuvo tiempo sobrado de tirarse al agua y perderse en el
fondo del arroyo dejando tras de sí una nube de fango.
Churrete cayó sobre la piedra mojada y
resbaló por ella como un niño por un tobogán, yendo a parar de cabeza al río,
que, afortunadamente, en esa época no cubría más de un palmo.
—¡Ja, Ja! ¡Mira cómo te has puesto!—se
burló Pelusa.
—No tiene ninguna gracia…
—Para ti no porque no puedes verte, pero pareces
una rata en un caño sucio.
—Eres una imbécil —gruñó él cada vez más
enfadado.
—Y tú un torpe… ¡Torpe, torpe! —canturreó la
gata.
—¡Cállate!
—No atraparías ni una rana disecada…
¡Torpe!
Churrete notó que las entrañas le ardían
de rabia: ¡Aquella humillación pedía venganza!
Más rápido que entró, salió del agua, para hacer callar a su
insoportable amiga. Ella dio un brinco y huyó al galope. Él la persiguió con
tesón. Primero por encima de un tronco caído que cruzaba el arroyo y servía de
puente, y luego a través de un campo de rastrojos, afilados como las lanzas y que
a cada salto le pinchaban la barriga.
Mientras la perseguía, Churrete se
preguntaba por qué eran tan amigos si no tenían nada en común: ‹‹Ella es alta y
elegante; yo bajito y regordete. Ella es una bonita gata de tres colores; yo un
vulgar gato blanco con un churrete negro en la mejilla. Ella es valiente y yo
un gallina. Ella es guapa, y la cinta verde que la niña de la granja le puso en
el cuello le da un toque especial; yo soy torpe y aburrido››. Churrete no
encontraba una explicación. Quizá fuera que solo él era capaz de aguantar los
continuos caprichos y malos modos de Pelusa. Y quizá fuera también que con ella
siempre pasaban cosas interesantes. El caso es que de una forma u otra siempre
acababan juntos y, a fuerza de aguantarse, se ve que se habían cogido cariño.
Churrete,
admirando los saltos de gacela que daba Pelusa, supo que nunca la pillaría. ‹‹Y
si la pillo me va a dar una buena paliza››, pensó. Además, estaba ya tan
cansado de correr que se le había pasado el enfado y creyó que lo mejor sería
buscar una retirada airosa.
Se
detuvo y gritó con la voz quebrada por la falta de aliento:
—¡Oye,
Pelu, para ya! ¡Te perdono!
—¡Oh,
gracias, gracias…, estaba aterrorizada! —contestó ella, volviéndose con ganas
de guasa.
Pero
Churrete no la escuchó. No por que ella estuviese demasiado lejos, ni tampoco
porque él estuviese exhausto. Era algo mucho más grave que todo eso. Era algo
que lo había dejado petrificado como si fuese un gato de porcelana.
—¿Qué
te pasa?, cualquiera diría que estás viendo un fantasma —bromeó ella.
—¿Te
has dado cuenta de dónde estamos? —acertó a decir él, mirando con repelús por encima
de su amiga.
—Perfectamente
—contestó ella sin necesidad de volverse.
Su alocada
carrera los había llevado a las cercanías del bosque.
Tras
una zona de piedras y maleza reseca se alzaban los primeros árboles. La vista
de Churrete se perdía en la oscuridad, hundida entre hileras sin fin de troncos
de alcornoque. Su abuela Benita aseguraba que aquel tenebroso bosque era tan
grande que nadie sabía donde terminaba. Se acordó entonces con terror de las historias
horribles que contaba la anciana, de gatos curiosos y atrevidos que quisieron
explorarlo y se extraviaron en él para siempre, y de sus espíritus, que vagaban
allí eternamente esperando a que alguien los rescatara. Churrete había pasado
muchas noches sin dormir por culpa de ese bosque sin haber estado nunca en él. Todos
lo llamaban “El Bosque de los Perdidos”.
—Estamos
muy lejos de la granja; como se enteren nuestros padres nos la vamos a cargar —advirtió
a su amiga.
—¡Oh,
vamos! Todavía es temprano. Investiguemos un poco; este lugar parece interesante.
—¿Te
has vuelto loca?
—¿Acaso
te da miedo? —preguntó Pelusa con malicia, pues conocía tan bien a Churrete,
que ya sabía la respuesta.
—¿Miedo?
Yo no tengo miedo de nada..., pero sabes que no nos dejan entrar ahí.
—Gallina.
—Pelu, no
empieces otra vez —protestó él con mucha paciencia.
—Ratita
cobarde.
—Peeeeluuuu…
Y entonces ella tarareo las palabras mágicas:
—¡Churrete
cagoncete!
Churrete
no soportaba que lo llamaran así y, como solía hacer, cayó en la trampa:
—¡Está
bien; nos asomamos un poco y nos volvemos! —antes de terminar la frase, ya
estaba arrepentido de haberla dicho, pero sabía que su orgullo ya no le
permitiría dar marcha atrás.
—Siempre
avanzaremos en línea recta —decidió la gata—; para regresar, solo tendremos que
dar media vuelta y caminar; así es imposible perderse.
Con
Pelusa delante, se internaron en la arboleda, sorteando árboles grandiosos para
seguir la imaginaria línea recta. El sol de media tarde se filtraba entre las
ramas y daba un brillo muerto a las hojas caídas que cubrían el suelo. Cientos
de insectos revoloteaban sin prisa, zumbando de aquí para allá entre pelusillas
de polen que flotaban en el aire.
Fascinada
con el sabor de lo desconocido, Pelusa avanzaba con decisión. Sin embargo, las
piernas de Churrete se aflojaban por momentos. El bosque se iba espesando y oscureciendo
y cada vez les resultaba más difícil seguir derechos. Aun así, siguieron adelante,
hasta que a lo lejos vislumbraron una zona extrañamente iluminada y se
detuvieron.
Con
sigilo, atraídos como polillas por la luz y con la curiosidad propia de
cualquier gato, reanudaron la marcha. Pronto llegaron a un claro del bosque. En
medio de él descubrieron un árbol, concretamente un alcornoque, pero aquel no
era como los muchos que habían ido dejando atrás por el camino, el tronco de
éste era gigantesco, el más grande que habían visto en su vida, tanto que Churrete,
boquiabierto, calculó que ni treinta gatos adultos en fila india podrían rodearlo.
Aquel árbol era raro. No tenía hojas como sus compañeros y su corteza estaba seca
y resquebrajada. Parecía estar muerto y, sin embargo, había algo extraño en él que
decía que no era así.
Era la
desnudez completa del árbol lo que formaba la zona iluminada. La luz del sol
llegaba hasta sus peladas ramas, adornándolas con una belleza inquietante. Alrededor
del tronco la calma era absoluta, tensa, casi insoportable. Allí no se escuchaba
el aleteo de los bichos, ni el susurro de las ramas mecidas por el viento. Nada.
A
Churrete aquello no le hizo ninguna gracia. Nunca había escuchado un silencio
tan estremecedor. Un silencio que ponía los pelos de punta.
—Pelu,
dijimos un poquito; volvamos ya —suplicó con un hilillo de voz.
Pero
algo había llamado la atención de Pelusa y ella no le hizo ningún caso:
—¡Mira
allí arriba! ¡Hay un agujero en el tronco! —exclamó, y su voz resonó igual que
un altavoz.
Churrete
dio un respingo, como si esperase algún castigo divino por hacer tanto ruido.
—Calla…
¿Estás loca? —protestó, sujetando la voz— ¿No pensarás subir ahí arriba, verdad?
—Solo
quiero echar un vistazo. ¿Quién sabe lo que podemos encontrar dentro?
—Sí,
quien sabe…, pero no seré yo quien lo averigüe —contestó él, dando media vuelta
dispuesto a marcharse.
—Vete,
cobarde; subiré yo sola.
Churrete
tenía tanto miedo que ya le importaba un pimiento que Pelusa le llamase cobarde,
cagoncete o lo que le diera la gana. El problema es que no sabía qué le aterraba
más, si subir al árbol o regresar solo atravesando el bosque.
Hizo
otro intento para convencer a su amiga:
—Hasta
un gato se puede matar si se cae desde ahí —le explicó.
—No te
preocupes, me agarraré fuerte —contestó ella, comenzando a trepar por el viejo tronco.
—¡Gata
chiflada! —masculló Churrete. Y después la siguió.
Poco antes de llegar a la rama frente a la
que se abría el agujero, Churrete se detuvo y miró abajo: sintió que el suelo
se movía y que todo empezaba a girar. A punto estaba de caer, cuando Pelusa notó
que él se estaba mareando. Ella reaccionó rápido y retrocedió hasta ponerse a
su altura. Llegó justo a tiempo para darle un manotazo y apartarle la vista del
suelo.
—¡No
mires abajo! —le ordenó—; ya falta muy poco.
Por
fin, con Pelusa detrás empujándole el culo con la cabeza, Churrete pudo
alcanzar la dichosa rama, a la que se abrazó como si le debiese la vida. Luego
tuvo la precaución de arrastrarse por ella para alejarse lo más posible del siniestro
hueco.
—Bien,
listilla, y ahora… ¿qué hacemos aquí? —susurró, mientras aguantaba un primer
retortijón.
—Tú, espera;
voy a asomarme a ver si veo algo interesante.
—¡Olvídate!
Podría haber un monstruo, o el fantasma de un perdido.
—¡Vamos!
Sabes que los fantasmas no existen... Y los perdidos
son solo cuentos de la vieja Benita para asustar a los gatitos que se portan
mal… ¿A qué huele?... Oye, qué peste, no te habrás tirado un pedo…
—Yo no
estaría tan seguro…
—¿De
qué? ¿De que no te lo has tirado?
—No,
tonta, de que los fantasmas y los perdidos
no existen.
Pero
Pelusa volvió a no hacer caso. Sigilosamente se acercó al agujero, se puso de
puntillas sobre sus patas traseras y apoyó las delanteras en el borde del
oscuro hueco. Muy despacio, fue metiendo la cabeza dentro. Sus pupilas se
dilataron para intentar ver algo en la oscuridad, y sus orejas estaban tiesas y
alerta como un radar para captar cualquier ruido que viniera del interior.
—¿Qué
ves? —preguntó bajito el gato, apretando el trasero.
—Todavía
nada. Pero, espera…, creo que oigo algo —dijo
ella bajando la voz.
—¿Qué…?
—Parece
que alguien ronca ahí dentro.
Pelusa
esperaba y Churrete temblaba. Hasta que de repente el ronquido estalló como un
trueno. Sorprendida, la gata sacó la cabeza. Afuera también oyó ruido: era el
canto horrible del trasero de Churrete; había comenzado el bombardeo apestoso.
Aliviado
por fin por una punta, pero aterrado por la otra, el gato lloriqueó:
—¡Lo
ves, te lo dije! Nadie bueno puede vivir en semejante lugar…
Pelusa
alucinaba con Churrete, pero no dijo nada. Aguantó el tipo y volvió a meter la
cabeza en el tronco. Esta vez sí vio algo: dos lucecillas inmóviles en la
profunda oscuridad del agujero. Al principio no supo qué eran, pero no tardó en
averiguarlo. Se trataba del brillo de dos ojos enormes que la observaban sin
parpadear.
Pelusa
se quedo inmóvil. Quería ver la cara del propietario de aquella mirada tan enigmática,
pero no lo conseguía. Sin embargo, sí que escuchó su potente voz.
—¡UY, UY,
UY! ¿Quién anda ahí?
Pelusa
dio un salto hacia atrás y soltó un bufido con los pelos erizados.
Churrete,
que no se la esperaba, a punto estuvo de caerse del árbol. Los dos corrieron despavoridos
hacia donde la rama se dividía en otras más pequeñas, doblándolas peligrosamente
con su peso.
—¿Qué
vamos a hacer ahora? —preguntó Churrete con voz temblona.
—No lo
sé; esperemos a ver qué pasa —contestó ella, intentando parecer tranquila—. No podemos
saltar desde aquí; está demasiado alto.
Del
interior del tronco brotó otra vez la extraña voz: ¡UY, UY, UY!
—¿Quién
eres? —gritó Pelusa desafiante.
La voz
tardó unos segundos en responder.
—¡Soy
Uyuyuy! —exclamó con fuerza.
—¿Uyuyuy?
Y... ¿quién eres?
—Soy el
príncipe de la noche.
—¿Animal,
hombre o…fantasma?
—Mochuelo.
—¿Qué?
—¡Qué
soy un mochuelo! —contestó la voz con impaciencia.
—¿Un…qué? —volvió a preguntar Pelusa, que no tenía ni
idea de lo que era un mochuelo.
—¡Un
búho! ¡Y no me gusta salir de día!
Al
terminar de decir aquello, el dueño de la voz apareció y se posó en el borde
del agujero con sus enormes ojos entornados.
Mientras
Churrete se escondía detrás de su amiga, Pelusa miró de arriba abajo al extraño
pájaro que tenía delante, estudiándolo con detenimiento.
—No es
verdad —dictaminó un instante después—; mi madre me enseñó que los búhos son
grandes como un águila y muy peligrosos, y que, además, tienen unos largos
penachos de plumas en la cabeza que parecen orejas. Tú no pareces peligroso… ¡y
tampoco tienes orejas!
—Bueno,
bueno, sabelotodo —dijo el mochuelo, incómodo—, digamos que soy un pariente cercano
del gran búho, algo así como su primo pequeño.
Fuera
del tronco, sin la resonancia del hueco, la voz del pájaro había perdido toda
su fuerza; ahora resultaba chillona, casi ridícula.
—¿Y
vives aquí, en este agujero? —quiso saber ella.
—Haces
demasiadas preguntas, ¿no te parece? —refunfuñó Uyuyuy— Y ése que se esconde ¿quién
es? —preguntó, señalando a Churrete, que seguía detrás de Pelusa.
—Éste
es mi buen amigo, Churrete el ca… el campeón. —bromeó la gata.
Churrete
asomó tímidamente la cabeza por detrás de Pelusa y con un gesto casi imperceptible
saludó al pájaro levantando una pata. Luego volvió esconderse.
—¿Campeón? ¿De qué?
—¿Campeón? ¿De qué?
—De
lanzamiento de bombas fétidas; acaba de batir el record mundial.
Uyuyuy
no entendió nada, pero como no quería dar confianza a los intrusos, no volvió a
preguntar y cortó diciendo:
—¡Bueno,
bueno, basta ya de cháchara! Me habéis despertado y me estáis molestando en mi
propia casa con vuestra maldita curiosidad gatuna. Marchaos de una vez, que
tengo mucho que dormir.
—Espera
un momento. Antes de irme, quiero ver qué hay dentro del agujero —exigió Pelusa
con descaro.
—¿Cómo?
¿Pero tú qué te has creído? ¡Éste es mi hogar! ¡Y en él no hay nada que pueda
interesar a una gata entrometida! ¡Largaos ahora mismo de aquí si no queréis
que os eche a picotazos! —vociferó el
pájaro, abriendo las alas para parecer más grande—. No sabes con quién estás
hablando —continuó— Yo soy el guardián de... —justo en ese momento, Uyuyuy se
dio cuenta de que, con el calentón, acababa de meter la pata.
—¿El guardián de qué? —inquirió Pelusa con malicia.
—¡De nada! ¡Fuera de una vez!
Pero
Pelusa no quería parar. No ahora que se olía un misterio.
—No tan rápido, buhito; creo que ocultas
algo.
—Ya…ya nos vamos, señor Uyuyuy —intervino Churrete, queriendo calmar al iracundo pájaro—. Pelu, déjalo ya: Tengo mucha
hambre, y si llegamos tarde a la granja mis hermanos se beberán mi leche.
Vayámonos de una vez, por favor, y dejemos a este amable búho descansar —después
dio un empujoncito a la gata intentando hacerla bajar del árbol.
—¡Acabas de quedarte vacío y ya estás pensando
otra vez en comer! —gruñó ella.
—No seas cabezota. El señor Uyuyuy tiene
razón; nadie tiene derecho a entrar en su casa sin su permiso.
De mala
gana, Pelusa cedió, pero solo porque sabía que aquello no iba a terminar allí.
—Está bien, volvamos a casa… Pero no creas que
te tengo miedo, señor buhíto —soltó con chulería—; yo no tengo miedo de nadie,
recuérdalo bien.
A
continuación, Pelusa se dispuso a bajar del árbol, no sin antes dedicarle al
mochuelo una mirada larga y desafiante. Éste esperó a que los gatos llegaran
abajo y, antes de entrar a su guarida, les gritó:
—¡Y os lo advierto, si volvéis por aquí os
arrepentiréis!
Con
paso apresurado porque era tarde, los dos amigos reemprendieron el regreso a la
granja. Esta vez era Churrete el que iba delante, pues el pobre no veía el
momento de escapar de aquel espantoso lugar. Afortunadamente, el plan de línea recta y media vuelta de Pelusa funcionó
y no tuvieron problemas para salir del bosque.
Los
últimos rayos de sol pintaban de morado el horizonte cuando llegaron a las
puertas de la granja. Antes de entrar, Pelusa retuvo a Churrete y le dijo:
—Prométeme
que, pase lo que pase, no contarás a nadie el secreto del árbol.
—¿Qué
secreto? ¡No hay ningún secreto! ¡Solo es la casa de un pajarraco histérico, tan
histérico como tú! —contestó él muy enfadado.
—De
todas formas, quiero que me lo prometas.
—Pelusa
la Ilusa siempre está viendo misterios y aventuras donde no los hay —se burló
él.
—Prométemelo.
—¡Está
bien, pesada…, te lo prometo, pero solo para que me dejes en paz!
En la
puerta del pajar, los padres de los dos gatos esperaban su regreso con cara de
vinagre. Al verlos desde lejos, Pelusa se dio cuenta de la regañina que se
avecinaba. Había que inventarse un buen rollo para evitarla: ‹‹Churrete y yo
fuimos a beber mientras dormíais —les explicó al llegar—, cuando una vaca
enloquecida saltó la valla del corral. Soltaba espuma por la boca y mugía como
un demonio. Salimos corriendo, pero ella no se rendía. Estuvo toda la tarde
persiguiéndonos, hasta que por fin la despistamos al otro lado del arroyo,
luego…, luego…››.
Al ver
el gesto de fastidio que todos tenían, incluido Churrete, Pelusa intuyó que su
fantástica historia no estaba colando. Entonces supo que era mejor callarse
para no empeorar las cosas.
Ya
dentro del pajar, tras una gran reprimenda y un severo sermón, sus padres les amenazaron
con castigarles si volvían a escaparse. La abuela Benita, que siempre estaba
presente en estos casos para dar su opinión, se lamentó por lo blandos que eran
con ellos: ‹‹Si yo fuera su madre, les pondría el culo como un tomate, así
aprenderían››, refunfuñó.
Pelusa
y Churrete cenaron deprisa y en silencio y se fueron a la cama sin rechistar.
Sus hermanos y sus primos dormían placidamente desde hacía rato, cada uno en su
confortable paca de paja, y ninguno se había enterado de la bronca.
En el
pajar había veinte hileras de pacas, y la más alta casi llegaba al techo.
Formaban escalones que recordaban a las gradas de un estadio de fútbol. Los
gatos las usaban como colchón, pero en realidad no era esa su función, servían
como comida para el ganado cuando no había suficiente hierba en los campos. Eso
provocaba que los mininos tuviesen que cambiar de cama a menudo, según el granjero
sacara o almacenara paja. Cada vez que eso ocurría, se montaba la fiesta. Todos
los gatos jóvenes, catorce sin contar los bebés que aún dormían con sus madres,
jugaban a quedarse con los sitios más altos. Además, los movimientos de las pacas
dejaban al descubierto a multitud de ratoncillos que atrapar. Había que andar
listo si querías coger un ratón y también una buena cama.
Aunque a
simple vista no lo pareciese, los gatos habían establecido normas para elegir
sus sitios: el primero que llegaba a una paca y la impregnaba con su olor era su
dueño indiscutible; la segunda norma decía que solo podía haber un gato en cada
fila, por muy larga que ésta fuera. El que conseguía la fila más alta, era
considerado casi como un rey o una reina.
Sí
señor, dormir todos juntos en el pajar era muy divertido, sobre todo en verano,
cuando los mayores se acostaban fuera por el calor y dentro se formaba la guerra.
Esa
noche, Pelusa, como casi siempre, ocupaba la fila veinte. Churrete, sin
embargo, nunca había pasado de la diez, y en el último cambio se había quedado
en la ocho. El gato, agotado por la visita al bosque, con la barriga llena tras
zamparse dos ratones que le cazó su padre y después de haber vaciado de leche
la tetilla de su mamá, se acomodó en su paja y se durmió al instante. Por el
contrario, Pelusa tardó mucho en conciliar el sueño: no podía dejar de pensar
en el hueco que tan celosamente protegía su guardián. Sabía que el pájaro le
ocultaba algo. Y ella estaba dispuesta a averiguar qué era.
go y ella estaba decidida a averiguar que era.
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