CARLOTA Y
PEPÓN
Cuando su padre puso el
coche en marcha, Carlota sintió que mil hormigas le corrían por el cuerpo. Llevaba
años esperando ese momento y ahora no estaba segura de querer seguir adelante.
‹‹ ¿Y si no soy capaz de hacerle hablar después de tanto dar la lata? ››, pensó
angustiada. Acababa de cumplir los ocho años y llevaba media vida de suplicas y
pataletas, explicando a mamá y papá que aquello no era un capricho, como ellos
decían.
Sentada en su silla de
viaje, miró con ternura a Pepón, su violonchelo. Recostado a su lado con su
traje nuevo, guardaba silencio como un niño grandote. ¿También estará nervioso?,
se preguntaba Carlota.
Sin embargo, ella y él no
siempre se llevaron bien como ahora, porque nadie puede hacerse amigo de
alguien que te da un susto de muerte la primera vez que te ve. Eso paso al poco
de mudarse a la nueva casa. El señor viejecito que se la vendió a sus padres dejó
un desván fascinante lleno de trastos raros. A ella le gustaba investigar y,
con sólo tres años, se coló en el desván aprovechando un descuido de los
adultos. Caminaba mirando hacia arriba, embobada con una lámpara de cristalitos
que colgaba del techo, cuando el violonchelo, agazapado tras un arcón como un
animal resentido y sucio, se enganchó en su vestido. Ella lo miró un segundo,
horrorizada. Luego corrió, pero él, arrastrándose, la siguió sin querer soltarse
mientras hacía un ruido infernal. Cuando consiguió zafarse, Carlota corrió
llorando al regazo protector de su madre, y ésta, por más que se esforzó, no
logró entender que le pasaba a la niña.
Desde entonces, Carlota
convirtió al violonchelo en el protagonista principal de sus pesadillas.
Pasaron semanas antes de que
volviera a acercarse al desván. Sólo se asomaba cuando alguien de la familia dejaba
la puerta abierta al entrar. El monstruo seguía allí, sin duda, esperando el
momento para escapar y atacarle. No entendía porqué papá no lo aplastaba y lo
echaba de casa.
Pero todo cambió un buen
día. En la televisión, Carlota vio a una chica mayor, muy guapa, sentada en una
silla. Sujetaba a un monstruo como el del desván entre sus piernas y con la
mano izquierda lo agarraba con delicadeza del pescuezo. Mucha gente muy seria,
sentada a su alrededor, la observaban en silencio, medio a oscuras. La hermosa
joven, iluminada en el centro del escenario, se inclinó ligeramente y cogió del
suelo un palo largo y fino, algo parecido a una espada. Carlota pensó que la
chica era alguna especie de heroína y que, sin duda, iba a dar al monstruo su
merecido delante de todo el mundo. La niña entrecerró los ojos, por si acaso,
pero por la ranura que quedaba entre sus párpados vio que, cuando la joven
movió la mano, deslizando el palo con movimientos de corte, el monstruo comenzó
a lamentarse. Su voz sonó tan hermosa y triste, que Carlota se estremeció. Y
para su sorpresa, comprendía perfectamente lo que el animal decía sin palabras.
Entonces saltó del sofá y, llorando, gritó:
—¡Que no lo maté, mamá
ven, que no lo mate!¡Pobrecito, es como el nuestro!
Cuando su madre llegó y
consiguió calmarla, dio a la niña, por fin, una explicación para todo aquello,
y puso nombre a esas bestias rechonchas, de sonrisa melancólica y cuello estirado
de cisne con tupé.
Juntas, madre e hija,
terminaron de ver el concierto, y después mamá le habló del lenguaje que hablan
los violonchelos, la música. Y de cómo hay personas que les hacen hablar,
cantar, o incluso llorar y reír.
—¿Yo puedo aprender a
hacerles hablar, mamá?
—Claro que puedes, pero
no es fácil, y todavía eres pequeña para eso.
—¿Tú sabes?
—No, yo no, para aprenderlo hay que ir
a un conservatorio.
—¿Eso qué es?
—Un conservatorio es como…un gran palacio
mágico de música.
—¿Y cuando podré ir?
—Cuándo cumplas, por lo
menos, ocho años.
Carlota espero varios días
con impaciencia a que alguien de la familia volviera a entrar en el desván. Por
fin, mientras su padre ordenaba sus herramientas en un armario, se coló y, ya casi
sin miedo, limpió el violonchelo con un trapo viejo. Luego lo bautizó con un
chorrito de fanta: ‹‹Te llamarás Pepón, amén››, y con un clavo le grabó una “P”
en el dorso. Luego encontró el palo largo y fino como el que usaba la chica de
la tele y con mucho cuidado, como si temiera hacerle daño, acarició su única
cuerda. El violonchelo Pepón no habló, más bien maulló como un gran gato herido.
—¿Podrías arreglarlo,
papá?
—Es muy viejo, y ocupa
mucho espacio, no creo que merezca la pena.
—Papá…
Poco a poco, Carlota hizo
de Pepón su mejor amigo y no paró hasta que se lo llevaron a su cuarto. Se
lamentaba porque aún no entendía su idioma, pero estaba segura de que él si la
comprendía a ella. Más de una noche, mamá tuvo que sacarlo de su cama.
Pasó el tiempo. Durante
las vacaciones de verano, poco antes de su octavo cumpleaños, Carlota pasó unos
días en casa de sus abuelos. Cuando regresó, Pepón no estaba en su sitio. Alarmada,
la niña corrió a buscar a su madre y ésta le dio una explicación extraña que la
niña no acertaba a comprender, algo sobre que las cosas no desaparecen nunca,
sino que sólo se transforman. Finalmente, aunque aún faltaban unos días para su
cumpleaños, su madre, sin argumentos ya, la mandó a descubrir lo que debía ser
su regalo.
Seguida de toda la
familia, Carlota subió al desván y encontró un gran bulto envuelto en papel de
colores. La forma era inconfundible, sin duda era Pepón. Arrancó el papel y vio
una funda nueva. Descorrió la cremallera y descubrió que aquel instrumento
tenía cuatro cuerdas en vez de una, y el brillo de miel de los instrumento
nuevos. Ante la mirada atónita de todos, la pequeña comenzó a llorar sin
consuelo.
—Yo quiero a Pepón —dijo
con la voz cortada.
—¡Pero si es Pepón… dale
la vuelta!
Aunque lo habían dejado
como nuevo, los restauradores no habían podido borrar la inicial que ella le
había grabado con el clavo en su bautizo.
Unos meses después, cogida
de la mano de su padre, Carlota avanzó por un largo pasillo del conservatorio lleno
de ventanas gigantes que daban a un jardín con techo pero sin flores. Menudo
palacio: no tenía almenas redondas terminadas en punta, ni ventanas con arcos,
ni bellos tapices. Todo era cuadrado. Ni siquiera tenía una puerta enorme que
se levantara con cadenas, ni largas banderas ondeando al viento. El suelo no estaba
cubierto de alfombras, era de piedra blanca, igual a la de la entrada de su
casa, y lo peor de todo, no se escuchaba música por ningún lado. Sólo el
repiqueteo de sus zapatos acompañados por los molestos gemidos que daban los de
papá.
—Aquí es —dijo su padre,
deteniéndose ante una puerta cerrada. “Aula de violonchelo”, decía un cartel.
Carlota vio a dos niños
muy serios que esperaban junto a sus padres un poco más adelante. Sus
violonchelos aguardaban apoyados en la pared fuera de sus fundas, y papá hizo
lo mismo con Pepón. A pesar de haber sido restaurado, se notaba que era viejo y
sintió lástima por él. ‹‹Como Pepón no funcione, me moriré de vergüenza››,
pensó.
Una mujer apareció al
fondo del pasillo. Con una mano arrastraba un violonchelo y con la otra a una
niña que venía colorada por el llanto. La mujer dejó el instrumento contra la pared. Luego se puso a la altura de
la niña y, tomándola por los brazos, le habló bajito. Mientras explicaba,
señalaba a Carlota. Aunque sin oírlo, Carlota supo lo que decía, y no le gustó
nada que la pusieran como ejemplo de fortaleza, porque aquello no le permitía
hacer lo que más deseaba: abrazarse a su padre y llorar a sus anchas. Por otro
lado, se sintió algo aliviada al comprobar que no sería la única niña de la
clase.
De las escaleras que
bajaban del piso superior, comenzaron a llegar ruidos de muchos instrumentos. Pero,
sin duda, los que los tocaban no tenían ni idea, pensó Carlota, por que aquel
estruendo era de todo menos música. Así estuvieron unos minutos, hasta que de
pronto se callaron. Carlota dio un respingo cuando regresaron de nuevo, todos a
la vez. Esta vez no bajaba ruido por la escalera, sino un chorro de música de
colores que le hacía cosquillas en la barriga. Escuchaba con la cara iluminada,
cuando la puerta del aula de violonchelo se abrió.
En el umbral apareció una
señora mayor vestida de azul oscuro, con la cara redonda y sonrisa de gato. Era
la profesora, y no se parecía nada a la preciosa chica de la televisión.
Carlota apretó la mano cálida de su padre y buscó sus ojos. Sólo la soltó
cuando descubrió en su mirada que todo iba bien.
Cuando terminó la clase, ya
de regreso a casa, Carlota fue corriendo en busca de su madre: ‹‹Mamá, la mujer
con cara de gato, digo la maestra, es muy divertida, nos cuenta chistes y se ríe
todo el rato. Yo estaba deseando hacer hablar a Pepón, pero, en vez de eso, la
señora se dedicó a enseñarnos un papel lleno de puntitos negros unidos por garabatos.
Mamá, cuando nos dijo lo que eran, me quedé alucinada. Son las palabras que
usan los violonchelos: Do, Re, Mí…Pero lo mejor vino al final, cuando nos sentó
a todos en fila y nos puso los violonchelos entre las piernas. No te lo vas a
creer. Me dijo que pusiera los dedos así, y cuando rasqué con el arco así,
Pepón, por fin, habló y soltó una gran carcajada››.
Fin
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